jueves, 6 de noviembre de 2014
martes, 25 de octubre de 2011
viernes, 22 de octubre de 2010
jueves, 29 de julio de 2010
domingo, 4 de abril de 2010
MURAL
Esta bella pintura está extraída de berokone.blogspot.com. A continuación transcribo lo que el autor dice sobre esta obra:
Graffiti mural de un gato callejero con el pelo pintado con colores lilas, rosas, naranjas, amarillos, etc... para dar vida a un animal que pasea por las calles y no suele ser muy bien tratado por el hombre en general. Es un felino que tiene muy desarrollado el sentido de la supervivencia y todos podriamos aprender mucho de él.
He intentado transmitir todo esto con su mirada, sólo es necesario mirarle al ojo para sentir lo que os transmite.
viernes, 26 de febrero de 2010
sábado, 20 de febrero de 2010
Revisando el pedido del súper...
domingo, 27 de diciembre de 2009
(fragmento)
"Se llama Moro", dice de súbito una voz a su lado. Ella, inclinada, no alcanza a ver más que las piernas vestidas de azul de un hombre. Será el dueño. "Moro" es un nombre vulgar de gato, pero Moro agradece las caricias y se está quietecito.
"Es mi amigo también", insiste la voz dulcemente. Lina se levanta. Es Demetrio, el loco.
-¡Ah, es usted!
-¿Me conoces? -dice él-. Todo el mundo me conoce. ¿Cómo te llamas?
-Lina.
-Lina es un bonito nombre. Yo me llamo Demetrio. Vamos, Moro.
Moro se levanta y anda tras Demetrio. Van a volver la esquina y la muchacha los sigue.
-¿Quieres venir con nosotros?
-Sí -dice Lina. Andan los tres hacia el mar. Moro camina perezosamente, estirándose a menudo con sus uñas clavadas en la arena [...]
José María Sánchez Silva, escritor español (1911-2002).
sábado, 21 de noviembre de 2009
OSVALDO SORIANO Y LOS GATOS (2)
Todavía lo hago. No con tanta perseverancia como entonces, pero cuando estoy regresando a casa de madrugada y en el camino se me cruza un gato todavía me detengo e intento comunicarme. Y cada vez que ocurre, vuelve cierta charla con Osvaldo, hace años, en uno de los sólitos bares del Bajo.
Osvaldo amaba los gatos, todo el mundo sabe eso, los amigos, los lectores. Conocía de gatos cuanto se puede conocer. Hábitos, inteligencia, especies, historia, leyendas, poderes que se les atribuían y se les atribuyen. Bastaba mencionarlos y después había tema para toda la noche. Osvaldo tenía una infinidad de anécdotas personales en relación con los gatos. Se trasladaba a algún lugar, cualquier lugar, y un rato después por ahí empezaban a merodear los gatos. De alguna manera había establecido contacto con ellos.
Esa noche, entre otras cosas, me contó del exterminio de gatos en Europa cuando la Iglesia los condenó a la hoguera por considerarlos criaturas satánicas, de los antiguos egipcios que los adoraban y los embalsamaban, de la alucinante imagen de un barco depredador inglés cargado con miles de momias de gatos hundiéndose durante una tormenta en el Mediterráneo. Después, mientras levantaba el gato que andaba por debajo de las mesas y se lo colocaba sobre las rodillas, habló de mis textos. Señaló que en mis historias siempre había algún gato maltratado y que eso no era bueno. Yo hice un rápido repaso en voz alta y advertí que en efecto tenía razón. Entonces Osvaldo deslizó la idea de que tanta agresividad, tanto encarnizamiento con los gatos, sin duda resultaría negativo para la fortuna de mis libros. Supongo que en ese momento le habré preguntado si el poder de los gatos tenía tanto alcance como para perjudicarme. Si lo hice no consigo recordar la respuesta que me dio. Sé que intenté defenderme argumentando que esas escenas de crueldad no estaban puestas con intención de agredir a los gatos sino que simplemente narraban situaciones donde personajes malvados se ensañaban con los pobres animales.
A Osvaldo la explicación no lo convenció. Me recordó un título mío: Ni perros ni gatos. Dos errores en ese título. Uno: nombraba a los gatos en un sentido francamente negativo, de rechazo y desprecio. Dos: los colocaba en plano de igualdad con los perros y para colmo en segundo término. De nuevo le di la razón.
"Osvaldo —dije—, el daño ya está hecho, ¿y ahora?".
Me dijo que debía tratar de remontar la situación.
"¿Cómo?".
Sugirió que hablara con los gatos.
"¿Cómo?".
Me aconsejó que de madrugada, cuando volvía a mi casa, prestara atención y seguramente me cruzaría con más de un gato. Pues bien, debía detenerme, hablarles, acercarme, y si los gatos me lo permitían, acariciarlos. En resumen, hacerme amigo.
Lo que me quedó claro de la lección fue que si hacía buena letra y les demostraba que los apreciaba y me ganaba su simpatía, después, poco a poco, por algún misterioso camino, en la vasta y secreta sociedad de los gatos se correría la bola de que yo finalmente no era un tipo tan jodido como parecía y mis torpezas serían perdonadas y mi ignominia quedaría borrada. En consecuencia, también mis libros resultarían liberados de la condena que seguramente hacía rato pesaba sobre ellos.
Al principio me costó aceptar la idea de ponerme a hablar con los gatos vagabundos de mi barrio. Pero esa misma madrugada, regresando al departamento, apenas me crucé con un gato me detuve y ensayé el primer acercamiento. Y seguí probando en las noches siguientes. Y en los meses siguientes. Y todavía lo hago. Seguramente ya no para hacerme perdonar una falta, sino para intentar con los gatos un diálogo que nos devuelva durante un rato la querida imagen de Osvaldo Soriano.
Antonio Dal Masetto, escritor (1938). Texto publicado en Página/12, 12 de mayo de 1998.
martes, 17 de noviembre de 2009
EL GATO NEGRO
De buena gana doña Casimira no se hubiera desprendido de aquellos dos hijos de su Sultana; pero su esposo le había declarado que no quería más gatos en su vivienda, y la buena señora tuvo que resignarse a regalarlos el día mismo que cumplieran dos meses.
Mucho tiempo estuvo pensando dónde quedarían mejor colocados; el vecino del piso bajo perdía muchos gatos y no faltaba quien sospechase que se los comía; el tendero de enfrente los dejaba salir a la calle y se los robaban; la vieja del cuarto entresuelo era muy económica y no les daba de comer; el cura tenía un perro que asustaba a los animalitos; y así, de uno en otro, resultó que los catorce pedidos se redujeron para doña Casimira solamente a dos, casualmente el número de gatos que tenía. Aun así, no acabaron sus cavilaciones.
Moro, el más hermoso y más grave de los dos gatitos, convendría mejor a doña Carlota, la vecina del tercero de la izquierda, que tenía una hija muy juiciosa a pesar de sus cortos años; pero Fígaro (así nombrado por el marido de doña Casimira por haberle hallado un día jugando con su guitarra, cuyas cuerdas sonaban no muy armoniosamente)... Fígaro, que, según decían, tenía una vaga semejanza con el barbero del número 8 de aquella calle, por lo que había merecido dos veces ser llamado de aquella manera, no estaría del todo bien en casa de don Serafín, cuyos niños eran muy revoltosos y trataban con dureza a los animales.
Pero al cabo, como el tiempo urgía, Morito fue entregado a doña Carlota y Fígaro a don Serafín.
Ambos fueron adornados con collares rojos y cascabeles, y Blanca, la niña de la viuda, y Alejandro y Pepita, hijos del caballero, que también era vecino de doña Casimira, habitando en el otro tercero, no dudaron ya que en sus moradas todo sería bienestar y ventura con haber llevado a ellas a los dos gatitos.
Al pronto la casualidad vino a confirmar aquella idea: doña Carlota ganó un premio a la lotería y don Serafín, que estaba cesante, fue colocado con doce mil reales en un Ministerio.
-¡El gato negro! -exclamaban los chicos.
-¡El gato negro!
Lo que no impedía que Alejandro y Pepita maltratasen al pobre Fígaro, que, cuando podía, se vengaba de ellos clavando en sus manos los dientes o las uñas; pero como era tan pequeño no les hacía gran daño.
En cambio Morito pasaba los días en la falda de su joven ama y las noches en un colchoncito muy blando que hizo Blanca para el gato en cuanto se lo dieron. Demostraba él su contento con ese ronquido acompasado que en los gatos es indicio de felicidad completa, y es seguro que si hubiese sabido hablar no hubiera dejado de decir a doña Casimira que no podía haberle proporcionado una casa mejor.
A los dos meses de estar Fígaro con don Serafín, todo cambió en la morada de este: Alejandro estuvo gravemente enfermo con una erupción, su padre se quedó cojo de una caída, una criada le robó los cubiertos, y Pepita no cesaba de perder, ya pendientes, ya pañuelos, ya muñecas.
-¡Vaya una suerte que nos ha traído el gato negro! -decían mirándolo con rabia.
En cambio Blanca estaba cada día mejor de salud, le regalaban muchos juguetes y parecía que la prosperidad había entrado en su casa con Morito.
Hablando un día don Serafín con la vecina del piso entresuelo, delante de los dos niños, en tono de burla, de la felicidad que les había llevado el gato negro, la señora le dijo:
"Hay dos clases de gatos negros: unos que dan la ventura y otros que la quitan. Aunque hijos de la misma gata, es fácil que Moro sea un gato de los buenos y Fígaro de los malos. Usted, amigo mío, ha tenido la mala suerte, mereciéndola mejor que doña Carlota".
Alejandro se quedó muy preocupado al oír aquello, y Pepita más. A los dos se les ocurrió lo mismo: puesto que los gatos eran iguales, ¿por qué no los habían de cambiar? Había en la casa un patio muy pequeño al que daban las cocinas de doña Carlota y don Serafín, viniendo las ventanas una enfrente de otra. Por allí se habían asomado muchas veces los vecinitos Alejandro y su hermana para hacer muecas a Blanca, y esta para enseñarles sus juguetes. El niño, que era muy malo, dijo a Pepita que se fingiera amiga de la hija de doña Carlota para entrar en la casa más fácilmente y coger al gato, a lo que ella se prestó gustosa porque ya miraba a Fígaro con horror.
Aquello fue muy fácil: Blanca, con permiso de su madre, convidó varias veces a Pepita a almorzar con ella. Las niñas jugaban juntas y salían también de paseo.
Aprovechando una de estas salidas, fue Alejandro un día a casa de doña Carlota y dijo a la criada, que sin desconfianza lo hizo pasar, que iba a esperar la vuelta de su hermana porque tenía un recado urgente que darle.
La criada se volvió a la cocina, y entretanto el niño pasó al comedor, donde dormía el gato junto al brasero, y cogió a Moro, que no opuso la menor resistencia porque era muy manso. Llegó a la antesala, dejó abierta la puerta y, entrando en su casa, encerró al gato en su habitación y llevó a Fígaro al comedor de al lado. Pero si era fácil que confundieran a los dos gatos, no podía evitarse que ellos extrañasen cuanto les rodeaba; así es que Fígaro fue enseguida a esconderse debajo del aparador para que nadie lo viera.
Cuando doña Carlota volvió de paseo con las niñas, lo primero que hizo Blanca fue llamar a Morito; pero el gato no salió como de costumbre.
-No sé qué le pasa hoy a Moro -dijo Alejandro-; está debajo del armario y gruñe cuando se lo quiere sacar de su escondite.
-Habrá algún ratón -dijo doña Carlota.
Pepita y su hermano se marcharon, diciendo que al día siguiente no podrían volver porque esperaban a un pariente que venía de afuera.
Y aguardaron las venturas que el nuevo gato había de llevar a la casa.
Pero la mala suerte no se interrumpía. Como don Serafín, a causa de la pierna rota, había dejado de ir a la oficina, ocurrió que por la noche le llevaron la cesantía. Mas los niños dijeron que aquello se había firmado cuando aún estaba en la casa Fígaro.
Así pasaron unos días, sin que Pepita y Alejandro hubieran ido a ver a Blanca.
Los gatos salían ya a comer, pero no se dejaban tocar todavía.
Un sábado estaban limpiando las cocinas en ambas casas. Fígaro, en la de doña Carlota, se asomó a la ventana y reconoció, no sin asombro, a la criada de don Serafín, que antes le daba carne cruda todas las mañanas.
"Aquella sí que es mi casa", debió decirse, pero se quedó un tanto parado al ver un gato igual a él en el cuarto de enfrente.
En cuanto a Morito, miraba aquellas cacerolas tan relucientes, aquellos platos blancos con flores de colores donde le servían la leche, y hasta veía sus dos cazuelas, que la cocinera acababa de fregar, lo mismo que cuando comía él.
"Allí vivía yo -pensó sin dudar-, y por cierto que estaba mejor que aquí".
La criada de doña Carlota empezó a llamarlo: él se refregaba contra la ventana y hacía mil demostraciones de júbilo.
Al fin Fígaro miró al patio y pareció medir la distancia que lo separaba de la ventana vecina. Moro lo comprendió y, sin reflexionar, dio un gran salto, cayendo aturdido a los pies de la cocinera de Blanca.
"Este sí que es mi gato -decía la buena mujer, acariciándolo-. Bien sospechaba yo que aquí había ocurrido alguna cosa. Esos infames chicos de al lado son los culpables".
Entretanto Fígaro había saltado también; pero como la criada de don Serafín había salido de la cocina para abrir la puerta de la calle porque acababan de llamar, no se enteró de aquel cambio de gatos.
Alejandro y Pepita siguieron creyendo que Moro estaba en su casa y Fígaro en el otro tercero. Mas las desdichas continuaban y no sabían a qué achacarlas ya.
Con este motivo Fígaro llevaba algunas palizas diarias, y el gato, que era reflexivo, pensó que le tendría más cuenta volverse a la casa de al lado. Era fácil saltar por el mismo camino; pero ¡ay! el pobre gato midió mal la distancia y fue a parar a una tabla, donde doña Casimira ponía el botijo para que se refrescase el agua, lastimándose un poco.
Fígaro conservaba un vago recuerdo de aquella casa, en la que había pasado sus primeros meses, y allí fue recibido con entusiasmo para reemplazar a Sultana, que acababa de morir en los brazos de su dueña.
¿Llevó Fígaro la desgracia a su nueva morada? No, por cierto. Doña Casimira continuó, como antes, siendo la mujer más afortunada de la Tierra, como lo eran doña Carlota y Blanca.
Don Serafín murió, dejando sus hijos a cargo de un pariente, que los encerró en colegios a fin de que cambiaran su mala condición; y los niños, pensando en que ya no tenían el gato negro, llegaron a convencerse de que este no llevaba la buena ni la mala suerte, sino que la desgracia estaba en ellos, que realmente no merecían otra cosa.
Así, un día que fueron a visitar a doña Casimira, dieron a Fígaro bizcochos y queso, que el gato se comió demostrándoles después su gratitud con un arañazo.
Su nueva dueña dedujo que Fígaro había reconocido a Alejandro y a Pepita: era un gato muy inteligente.
Julia de Asensi, escritora española (1859 - 1921).
lunes, 16 de noviembre de 2009
domingo, 18 de octubre de 2009
ODA AL GATO
imperfectos,
largos de cola, tristes
de cabeza.
Poco a poco se fueron
componiendo,
haciéndose paisaje,
adquiriendo lunares, gracia, vuelo.
El gato,
sólo el gato
apareció completo
y orgulloso:
nació completamente terminado,
camina solo y sabe lo que quiere.
El hombre quiere ser pescado y pájaro,
la serpiente quisiera tener alas,
el perro es un león desorientado,
el ingeniero quiere ser poeta,
la mosca estudia para golondrina,
el poeta trata de imitar la mosca,
pero el gato
quiere ser sólo gato
y todo gato es gato
desde bigote a cola,
desde presentimiento a rata viva,
desde la noche hasta sus ojos de oro.
No hay unidad
como él,
no tienen
la luna ni la flor
tal contextura:
es una sola cosa
como el sol o el topacio,
y la elástica línea en su contorno
firme y sutil es como
la línea de la proa de una nave.
Sus ojos amarillos
dejaron una sola
ranura
para echar las monedas de la noche.
Oh pequeño
emperador sin orbe,
conquistador sin patria,
mínimo tigre de salón, nupcial
sultán del cielo
de las tejas eróticas,
el viento del amor
en la intemperie
reclamas
cuando pasas
y posas
cuatro pies delicados
en el suelo,
oliendo,
desconfiando
de todo lo terrestre,
porque todo
es inmundo
para el inmaculado pie del gato.
Oh fiera independiente
de la casa, arrogante
vestigio de la noche,
perezoso, gimnástico
y ajeno,
profundísimo gato,
policía secreta
de las habitaciones,
insignia
de un
desaparecido terciopelo,
seguramente no hay
enigma
en tu manera,
tal vez no eres misterio,
todo el mundo te sabe y perteneces
al habitante menos misterioso,
tal vez todos lo creen,
todos se creen dueños,
propietarios, tíos
de gatos, compañeros,
colegas,
discípulos o amigos
de su gato.
Yo no.
Yo no suscribo.
Yo no conozco al gato.
Todo lo sé, la vida y su archipiélago,
el mar y la ciudad incalculable,
la botánica,
el gineceo con sus extravíos,
el por y el menos de la matemática,
los embudos volcánicos del mundo,
la cáscara irreal del cocodrilo,
la bondad ignorada del bombero,
el atavismo azul del sacerdote,
pero no puedo descifrar un gato.
Mi razón resbaló en su indiferencia,
sus ojos tienen números de oro.
Pablo Neruda, escritor chileno (1904-1973). Poema publicado en Navegaciones y regresos.
lunes, 5 de octubre de 2009
MORO SALIENDO DE UNA BOLSA
Nota: los destrozos que se ven a su espalda son absoluta responsabilidad de Moro.
lunes, 7 de septiembre de 2009
OSVALDO SORIANO Y LOS GATOS
(...) El día que nací había un gato esperando al otro lado de la puerta. Mi padre fumaba en Mar del Plata, en el patio. Mi madre dice que fue un parto difícil, a las cuatro y veinte de la tarde de un día de verano. El sol rajaba la tierra. Los jóvenes Borges y Bioy Casares paraban cerca de ahí, en Los Troncos, alucinando las historias de don Isidro Parodi. A Borges lo seguían los gatos. En una de sus fotos más hermosas está junto a María Kodama, que tiene uno en brazos; Borges lo acaricia como a un amigo.
A mí un gato me trajo la solución para Triste, solitario y final. Un negro de mirada contundente, muy parecido a Taki, la gata de Chandler. Otro, el negro Vení, me acompañó en el exilio y murió en Buenos Aires. Hubo uno llamado Peteco que me sacó de muchos apuros en los días en que escribía A sus plantas rendido un león. Viví con una chica alérgica a los gatos y al poco tiempo nos separamos.
En París, mientras trabajaba en El ojo de la patria, en un quinto piso inaccesible, se me apareció un gato equilibrista caminando por la canaleta del desagüe. Para sentirme más seguro de mí mismo puse un gato negro al comienzo y uno colorado al final de Una sombra ya pronto serás. Para decirlo mal y pronto: hay gatos en todas mis novelas. Soy uno de ellos, perezoso y distante. Aunque nunca aprendí la sutileza de la especie. Ahora mismo, una de mis gatas se lava la manos acostada sobre el teclado y tengo que apartarla con suavidad para seguir escribiendo.
Hace cinco meses que no prendemos un cigarrillo. Juntos sufrimos el vejamen de la abstinencia y la vida limpia. Hace unos meses esta habitación era un quemadero de fragancias maravillosas. Tabacos de la Argentina, de Cuba y de Holanda, ya no; resignamos algo de la utilería que compone a los duros: cigarrillos, sombrero, impermeable, el revólver de juguete. Los fantásticos vampiros de Matheson, entre los que estaban Laurel y Hardy, y el realismo romántico de Chandler, sobreviven a las modas y las vanguardias porque el lector quiere verse ahí en sangre de papel. Necesita leer sus miedos.
Con eso Stephen King escribe ahora una obra excesiva e inquietante. En uno de sus libros, un personaje acusa de plagiario al narrador, le mata el gato y se lo deja frente a la puerta. Es un momento insoportable en la literatura de terror. Algo cercano a los escalofriantes efectos de H.P. Lovecraft. Todos los escritores con corazón se han ganado un gato que los sigue y los protege. Tal vez el de Gibbins, cercado por el fuego, le haya pedido auxilio en nombre de los gatos inspiradores: el del Dante, el de Baudelaire, el de Lewis Carrol, el de Borges. Y ahí fue el director de pobres películas, a purificarse en el incendio y cumplir con el ritual de todos los demonios.
Un escritor sin gato es como un ciego sin lazarillo. No es posible usar al gato para nada personal, no hay manera de privatizarlos. En La noche americana, Francois Truffaut aconseja a los realizadores de cine no meterse jamás con un gato en acción. También me lo dijo Héctor Olivera a la hora de escribir el guión de Una sombra ya pronto serás. ¿Cómo hacer para que dos gatos de cine interpreten disciplinadamente a los que aparecen en la novela? Yo los puse en el libreto nada más que para aplacar mis miedos. Con una sonrisa; Olivera me dijo que estaba loco: un gato actor, el negro, tendría que seguir al personaje de Miguel Angel Solá, lavarse a su lado. comerse una laucha y echarse a dormir. El otro, un colorado, aparece al final, poco después que Pepe Soriano, el Coluccini de la película, haya tenido una charla con Dios.
Olivera decidió que no hubiera gatos, pero creo que estoy a tiempo de convencerlo de que ponga al menos una silueta. Cuando hablábamos de eso, todavía Gibbins no se había arrojado al incendio. Yo creía, Dios me perdone, que Matheson se había muerto de viejo. Pero no: allí estaba, peleando frente al fuego, apartando maderas en llamas, abriendo un camino para que su gato pudiera escapar con él. En el revoltijo alcanzó a salvar una carpeta con su último manuscrito. Es que siempre cuando uno rescata un manuscrito, hay un gato adentro.
Cuando yo era chico mi gato Pulqui era mono, león, pirata y bandolero. Yo lo acechaba entre las plantas del jardín y me le tiraba encima con el cuchillo de madera entre los dientes. Ahora mi hijo combate contra la gata Virgula que le devuelve los golpes. Son arañazos de mentira, en un revoltijo de sillas volteadas y malvones floridos. Las suyas, como las mías antes, son fantasías de selvas y mares, de castillos y mosqueteros. Esos años felices e irrecuperables en los que uno aprende, si aprende algo, que los gatos nos traen a domicilio el misterio de la creación.
Chandler les atribuía toda la sabiduría y creía que provocaban la explosión creadora. Un día le pidieron que hablara de Philip Marlowe y prefirió que fuera Taki la que la hiciera por él. Pretendía que era la gata quien escribía sus novelas bien entrada la noche: a mí suele pasarme algo parecido. Richard Matheson perdió todo: la casa, los muebles y los premios, pero alcanzó a salvar lo esencial: esa mirada que lo sostiene por las noches, cuando la palabra no viene y la novela no avanza. Esa mirada que nos atornilla al sillón, ese ronroneo que precede a la llegada del diablo. Poe, Lovecraft y Matheson asociaron los gatos al horror; en los dibujos animados Willam Hanna y Joe Barbera le dieron a Tom el papel de víctima y al ratón Jerry el de la picardía.
El gato Félix fue un gran héroe yanqui de los años treinta, puritano y travieso. El Fritz the Cat, de Ralph Baskhi y Robert Crumb, sintetizó los eróticos y crueles años de mi juventud; apareciendo en 1968. Fritz es el primer gato de dibujo que vuelve de Vietnam, se droga, callejea de un prostíbulo a otro, fuma como un escuerzo, duerme con las mejores chicas, incluida su hermana, y termina asesinado por una gata vieja a la que había abandonado en tiempos mejores. En cambio, Walt Disney detestaba a los gatos. Recién en 1970 se decidió a crear un personaje que, por supuesto, no le dejó éxito ni plata. Disney era uno de esos tipos que nunca se hacen querer por los gatos. Creo que fue Chandler quien lo dijo. No sé si en la biografía del detective Marlowe o en la propia.
Hace unos días, una investigadora que prepara un libro de reportajes a escritores argentinos nos pidió a sus entrevistados que trazáramos cada uno una breve autobiografía. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo hablar de nosotros si no sabemos quiénes somos? Le dije que yo no tengo biografía. Me la van a inventar los gatos que vendrán cuando yo esté, muy orondo, sentado en el redondel de la luna.
Osvaldo Soriano, escritor argentino (1943-1997). Texto publicado en Página/12, 28 de noviembre de 1993.
viernes, 31 de julio de 2009
GATO SALIENDO DE UNA BOLSA
Los dibujos son muy simples, pero eso basta para arrancarnos una sonrisa mientras lo vamos leyendo. Uno se siente identificado con esa "persona de gatos" (como se autodefine el autor) y ve reflejado a su minino en las diferentes viñetas: los juegos, las carreras, las cacerías, las posturas y toooodas las mañas que despliegan día a día.
Estuve buscando si este libro se vendía en Argentina (porque en Internet solo aparecía en librerías de España). Solamente lo encontré publicado en un lugar pero, lamentablemente, está fuera del alcance de mi bolsillo... Mientras tanto, me conformo con las imágenes que encontré subidas. Aquí comparto algunas con ustedes: