viernes, 17 de julio de 2009

LLEGÓ A MI VIDA UNA NOCHE...


Moro llegó a mi vida hace cuatro meses. Cuando lo vi por primera vez, estaba sentadito delante del reflector de un jardín, intentando darse un poco de calor en una noche de marzo que, aunque bastante cálida, sería lo suficientemente fría para sus escasos dos meses. Y ahí lo vi, con los ojitos cerrados, con su pelaje de vaquita, solito y pequeño, pero con la fuerza necesaria para enfrentar los problemas que su vida gatuna ya le presentaba.
Lo llamé, lo tenté con comida… y se encaminó hacia mí sin dudarlo, dando un pequeño rodeo, pero animándose a acercarse a un desconocido. Comió de la mano, se dejó acariciar y ser alzado. Así, con él en mis brazos, nos encaminamos hacia mi casa. Sentí un poco de culpa por arrancarlo abruptamente de lo que hasta ese momento había sido su hogar, pero él no opuso resistencia: solo iba dejando un rastro de pequeños maullidos agudos.
Una vez en casa, comió más y tomó leche tibia. Y se acostó y se durmió en mi cama, como si siempre hubiera dormido ahí; se durmió profundamente, como se duermen los que cierran los ojos con la tranquilidad de saber que están en su casa.
Moro estaba en lo cierto porque, desde esa noche, esta fue su casa. Y mi cama… su cama. ¡No me quedó opción! Moro la adoptó como propia y, a veces —en un arrebato de generosidad—, me deja un pedacito para que yo me acueste…
Pero no me quejo… porque mi cama (y el sillón y la biblioteca arañados, y las gomitas de pelo y las biromes desaparecidas, y los arañazos y las mordidas, y el papel higiénico mordisqueado y desenrollado) no son nada en comparación con todo lo que él trajo a mi vida…

No hay comentarios: